Elden Ring: la triste mirada al espejo y el espectáculo de Lo Mismo.

poder en Elden Ring

A Miyazaki le fascina la podredumbre del poder en Elden Ring, por desgracia es lo único que la fascina.

A veces ocurre que vas paseando por las tierras Interestéticas (por apelar, en su cohesión espacial, a distintas sensibilidades audiovisuales y mundoficcionales de su propia genealogía videolúdica) e Intermedias (por sentirse un videojuego que está hecho de muchos otros videojuegos, pero que no constituye ninguno por sí mismo) de Elden Ring, y por momentos te olvidas de que esto es un Souls. Te olvidas de que es un Red Dead Redemption 2, un Breath of the Wild, un Assassin’s Creed, un Hollow Knight, pero traducido a unos lenguajes autorales (empresariales) que tampoco son nuevos ni revolucionarios.  Son momentos de auténtica sensibilidad poética videolúdica: una pintura sin terminar, abandonada sobre una colina, una mujer que te quita la vida al abrazarte, un aristócrata que vocifera delirante sobre las ruinas de su imperio político.

poder en Elden Ring

Sin embargo, estos momentos surgen como un subproducto del choque entre los distintos sistemas del juego, nunca como una intencionalidad discursiva central ni tangente. Son momentos que hay que forzar uno mismo a base de manipulaciones en la perspectiva y el significado de los sucesos, a base de girar la cámara y abrir el menú para adoptar una postura específica. Y a pesar de la esporádica y posible aparición de estos retazos, no dejan de cargar con la postura barroca sobre el romance gótico de siempre. La danza de sensibilidades opuestas en una caótica coreografía de arquitecturas, sonidos y criaturas encuentra aquí el punto de ebullición de From Software como fabricadora de atmósferas y realidades. Después de poco más de 10 años de plena actividad creativa, los Souls siguen siendo un retrato sublime de lo maligno, una pintura de Goya o un poema de Las Flores del Mal.

Luego de que esos momentos terminan (y terminan muy rápido), se activa una alarma, un complicado esquema de resortes diegéticos que te devuelven a la sangre, al mandoble, al asesinato y el exterminio. En Elden Ring, la poesía brota como una maleza entre las líneas y párrafos del texto, se enciende como una chispa solitaria que no consigue hacerse incendio, apagada por todas las definiciones e inercias que atraviesan la textualidad de Elden Ring como producto AAA, como título bandera de la nueva generación, como culminación/continuación en la búsqueda desinteresada de todo un estudio.  Su historia (una repetición de las fobias patológicas de Miyazaki por el derrumbe violento del statu quo y la deriva existencial de los sobrevivientes) encuentra nuevas maneras de retorcerse para mirar lo mismo de otras maneras más o menos diferentes. Pero es evidente que, a cada entrega, esas perspectivas dejan de producir su significado.

Hay una deficiencia importante de nutrientes narrativos originales en esta saga desde que Demon’s Souls injertara en el vocabulario del videojuego el envyromental storytelling. Tanto a nivel temático como narratológico, continúa el enclaustramiento en la misma visión sobre el fin del mundo, en la misma llama que esta vez sí, ya sea en forma de fuego, de luz o de sangre, se apagará.

A Miyazaki le fascina la podredumbre del poder en Elden Ring, desgraciadamente, es lo que único que le fascina.

«Un juego cuyos jugadores fungen también como publicistas»

Elden Ring, antes que atreverse a salir de su propia frontera genética, decide devolverle la mirada, una vez más (otra vez más) a su reflejo, a sonreírse y aceptarse, sin cambiar, aunque el mundo haya cambiado. Aunque el mundo sea otro, Elden Ring se apresura a decirnos que no, que el tiempo no se ha movido, que la llama todavía se está apagando y que se seguirá apagando, quien sabe, para siempre. Se apresura a decirte que el combate es distinto, aunque no sea distinto, ya que luego un enjambre de influencers y gurús te dirán cómo esa pequeña adición a la mecánica de las hogueras es en sí misma toda una revolución y un antes y un después en EL VIDEOJUEGO. Con Elden Ring, la maquinaria mediática ha demostrado mejor que nunca su fino funcionamiento: un juego cuyos jugadores fungen también como publicistas, como community managers.

Tiene todo el sentido del mundo. Antes que como juego, como historia y como poética, Elden Ring se presentó al mundo como un producto. Un aclamado logro de la industria, capitaneado por Hidetaka Miyazaki y George R.R Martin (símbolo de la fusión brutal entre dos ópticas de lo fantástico (la occidental y la oriental) que este juego prometía entregar), un acabado técnico inédito dentro de su propia saga, una combinación absurda y masiva de elementos extraídos con precisión quirúrgica de otras sagas y otros juegos. Los de FromSoftware parecen haber dado con la fórmula de una carrera hacia la cima a prueba de vaivenes sociológicos y culturales.

Por más que se hable de revoluciones, los remakes permanecen como patrón habitual entre las aspiraciones narrativas de los fabricantes de videojuegos. De esa forma, FromSoftware ha pasado más de una década publicando el mismo juego, pero dividido en entregas, en nombres, en «generaciones» de consolas, en franquicias.

Una y otra vez han vuelto (y seguirán volviendo, qué duda cabe) a su fórmula maestra primigenia para alterarla y redecorarla, en pos de una mejor aceptación entre los jugadores del majestuoso presente. Mundos infraestructurados en complejos sistemas mecánicos, mezcla ilusoriamente diversa de vanguardias y atmósferas, una narrativa que finalmente aprende a tirar hacia lo procedimental, a seguirle los pasos al cine (los pasos que dio hace un siglo) y establecer como código semiótico la simultaneidad, la circulación de sucesos sincrónicos en el cuerpo de la obra.

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«Hay una evidente maestría en Elden Ring, pero es una maestría acompañada de agotamiento»

Hay una evidente maestría en Elden Ring, pero es una maestría acompañada de agotamiento, de ingenio consumido, de truco viejo. Pienso aquí en el Castillo Morne: una joven aristócrata te pide que rescates a su padre, que los sirvientes se han rebelado y la fortaleza está a punto de caer. Cuando llegas al castillo, descubres que sirviente es el pronombre de una criatura antropomorfa y monstruosa, enloquecida por los perfumes a fuego y sangre propios de la anarquía. Te cuesta trabajo lidiar con estos subseres, se mueven frenéticamente y apenas da tiempo de esquivar sus tajos y dentelladas. Entonces el juego, simuladamente, te ofrece como arma un látigo de largo alcance.

Desde que usas este látigo, todo el nivel se convierte en un paseo. El látigo, al ser un arma de largo alcance, puede golpear a múltiples enemigos a la vez, despersonalizando incluso la muerte que sembramos mientras aplacamos la rebelión contra la monarquía, como si fuéramos agentes de una CIA medieval, aprendiendo a luchar la guerra desterritorializada.

Y cuando sales del castillo, te invade la sensación de que tus actos, tus decisiones como agente del mundo, te han inclinado hacia un lado de la balanza ética y filosófica que rige la cosmovisión de Elden Ring. Pero entonces aparece la recompensa, el tesoro, la subida de nivel y el arma mejorada, y todo el trasfondo de la fragmentación de un poder altamente centralizado; el surgimiento de los nacionalismos en un entorno geopolítico multipolar; las filosofías que cimentan el cuerpo institucional de los estados, quedan relegadas a ruido de fondo, a excusa mercadotécnica.

Yo, ahora, en el presente colonizado por Elden Ring, veo cobardía en el videojuego. Veo cobardía y elitismo cada vez más presentes en los debates nucleares del medio, estúpidas reivindaciones de capacitismo y clasismo, veo una obra (la más esperada y la mejor recibida de este año y del que sigue) que se conforma con seguir siendo, en esencia, lo mismo de siempre, con las emboscadas tras la cornisa, con el enemigo colgado del techo, con el cofre que oculta una «troleada» y un diseño de niveles que alcanza cotas insospechadas de «hijoputismo».

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«Una nostalgia perpetua por un futuro desvanecido frente a nuestros ojos»

Veo un videojuego oriental rindiéndose al canon de occidente, adoptando sus coreografías performáticas profundamente conservadoras y postizas. Veo un videojuego (y a unos jugadores) que han aprendido a aceptar los autoritarios márgenes de lo comercial, de la reiteración de temas y ciclos e inercias. Veo una crítica desde los medios tradicionales que, más que cuestionar y poner bajo la lupa estas oleadas de entusiasmo por un falso mesías, se une al coro, se rinden ante el triste espectáculo del tiempo y la fugacidad. La deriva existencial del Videojuego (así, con mayúscula) es la deriva de las circunstancias que atraviesa la humanidad.

Un camino histórico que se agotó hace tiempo, cimentado en un océano de vacío y ecos diluidos en el pasado. Una nostalgia perpetua por un futuro desvanecido frente a nuestros ojos. Elden Ring parece confirmar, como una escalofriante metáfora sociopolítica y existencial, que el futuro está condenado a no ser sino una cínica repetición en bucle del presente.

Y como seguramente se preguntarán un montón de articulistas de videojuegos en el futuro cercano: ¿hay videojuego después de Elden Ring? 

Tengo una respuesta en forma de otra pregunta, ¿había videojuego antes de?

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