Spider-Man a través de toda una vida

Spider-Man a través de toda una vida

Una pequeña reflexión sobre los videojuegos, la depresión y el bullying a través de Spider-Man, una de las ficciones más importantes de la historia.

Spider-Man ha sido un referente para niños y adultos desde su nacimiento, allá por la década de los 60’s. Varias generaciones han crecido y madurado con sus cómics en la estantería, imaginando que son ellos los que portan el traje. Mi padre es una de esas personas y yo, gracias a que un día pasó por delante de un quiosco y compró un fascículo, también. Esta vez, en «Spider-Man a través de toda una vida», os contaré por qué el hombre-araña es tan importante para mí y cómo me ha acompañado a lo largo de toda mi existencia.

El niño araña

Invierno de 2002. Un crío, de apenas once años, se despierta en su habitación, cansado. Ha dormido poco, más bien nada, debido a la ilusión por ir al cine a ver al hombre-araña. Es un viernes a las ocho de la mañana y su madre le llama la atención por remolonear bajo las sábanas; bosteza, pero acaba cediendo a sus obligaciones y baja de la litera intentando esquivar a su hermano, que se despierta en el proceso.

En el escritorio tienen una pequeña televisión, de las de tubo y carcasa negruzca, enchufada a la PlayStation 2 de su padre. Los niños creen que tiene más años que ellos porque solo es capaz de sintonizar seis canales; no es como la del salón, en la que son casi infinitos, y poca razón les falta. La noche anterior, su hermano y él jugaron al Spider-Man: The Movie hasta las cuatro de la mañana, con el brillo y el volumen al mínimo para no despertar a su madre.

Misión fallida

Spider-Man a través de toda una vida

Nuestro niño se encuentra en clase. Ha bajado del coche y la campana del colegio suena, indicando el inicio lectivo. Cruza la verja y, aunque el patio está lleno de niños, camina en soledad. Su hermano se marcha con sus amigos; nunca ha tenido problemas para socializar. Intenta alegrarse por él, pero la envidia le corroe por dentro y se pregunta qué está mal en él.

Llega al 3ºb y se sienta enfrente de su pupitre. El bullying no le destrozaría hasta llegar al instituto, pero allí comenzaría a ser consciente de ello y a no poder mirar hacia otro lado; el daño siempre deja huella. Pasan las horas y le cuesta atender en clase, se le atragantan las matemáticas y el inglés, pero le apasiona la ciencia; también «Conocimiento del Medio» le resulta extrañamente fácil, aunque se ríen de él en clase por no conocer dónde está Huesca (años después no ha olvidado que se sitúa en Aragón) y se pregunta por qué le hacen aquello si todos van allí, precisamente, a aprender aquello que desconocen.

Qué equivocado estaba

Llega la hora del recreo y los niños corren hacia las escaleras. El patio les espera; a él, las gradas. Hacen equipos para jugar al fútbol, pero no le seleccionan; está gordo, y por ello no puede moverse como el resto. Se cansa rápido, jadea, suda y le salen ronchones en las axilas, y eso les produce tanto asco que acaban despreciándole. No le toleran. Aun siendo tan joven, eso sí es capaz de comprenderlo. Se autoconvence de que no pasa nada, esa noche llorará en la cama y se desahogará. Debe acostumbrarse.

La sirena vuelve a sonar, y en cuanto ve a su abuelo es consciente de que se acabó por hoy. Por fin es libre. Comerá con sus abuelos, filetes empanados, y por la tarde irán al cine a ver a nuestro héroe enfrentarse al malvado Duende Verde. Compran palomitas dulces, chuches y refrescos, y las poco menos de dos horas pasan como un soplido. Mientras recorren el pasillo gris e iluminado del cine hacia la salida se pregunta cómo es posible que el tiempo vaya más despacio cuando lo pasa mal que cuando se lo está pasando bien.

“No tiene ningún sentido, es como jugar a hacerse daño” dice.

Al salir, ambos hermanos están deseosos de llegar a casa para poder jugar e imaginar que son ellos los que se tambalean de una punta a otra de Nueva York. Nuestro niño dedica un tiempo a recoger todos los coleccionables, ignorando las quejas de su hermano, y se le acaba recompensando con nuevos trajes: uno negro con gafas de aviador que parece de los 20s, una armadura gris y metálica, y el traje de los 4 fantásticos con una bolsa en la cabeza a modo de máscara. Se sumerge tanto en el videojuego que hasta llega a sentir que el miedo electrifica sus nervios en la fase en la que debe enfrentar al lagarto en el alcantarillado. A día de hoy todavía la recuerda con terror y nostalgia; la cantidad de veces que lo repitió para lograr vencerle…

Es feliz durante unas cortas horas, jugando con su hermano y sintiéndose el niño araña, pero llega la hora de cenar y acostarse. Y, por tanto, la hora de sumergirse en la almohada y llorar. Mientras lo hace le da vueltas a la cabeza para inventarse una excusa digna para faltar a clase a la mañana siguiente; probará con el dolor de cuello, aunque no le haya funcionado ni una sola vez. Con el tiempo comprenderá que la felicidad es mucho más compleja que invertir horas en balancearse entre los rascacielos, derrotar a los matones de Kingpin y recoger globitos para niños que lloran, pero por ahora se conformará con despertarse y creer que su madre le ha dejado sin ir al colegio. Una maravillosa y equivocada sensación, pues en realidad resulta que es sábado y al fin se acaba la semana.

El chico araña

Es miércoles 30 de junio de 2004. Han pasado dos años, el chico ha crecido y está deseoso de que llegue el viernes. Al fin se estrena la segunda parte de Spider-Man y necesita ir al cine a verla como el respirar. Esta vez Spidi se enfrenta al Doctor Octopus, su propio profesor, que intenta crear un sol artificial que inyecte energía a la ciudad de forma totalmente limpia, eficiente y gratuita.

Spider-Man a través de toda una vida

“Quién se lo podría imaginar ¿eh?”

Alucina al enterarse, pese a que no comprende nada del conflicto. Solo es capaz de imaginase a sí mismo siendo el héroe que derrotará al profesor que le ignora cuando sufre.

En esta ocasión irá junto a su hermano y algunos amigos de este. Es la primera vez que no van acompañados de sus padres y están nerviosos. Se sienten mayores. Hace poco se mudaron de casa y él no ha conseguido conocer a nadie. La verdad es que es peor que eso, pues los chavales del barrio lo utilizan como foco de sus burlas, ponen palillos en el timbre de casa para que se queme y le insultan cuando baja a quitarlos. Algunas tardes sale a la ventana y comienza a escupirles en un ridículo intento de defenderse; tiempo después llegaría hasta a humillarse a sí mismo para poder caerles bien y dejar de sentirse solo. Y aprendería, erróneamente, que esa es la forma que existe de relacionarse.

El lunes salió el videojuego de la película y ambos chicos fueron a comprarlo al Carrefour. 60€ costó, para la PlayStation 2. Intentaron, sin mucho acierto, no quedarse hasta tarde jugando para no destriparse la película.

La mañana ha pasado relativamente rápida, sin ningún incidente. Llega la hora del recreo y se junta con un par chavales de clase. Lo normal es que hablen de fútbol durante toda la media hora. Él va con ellos porque son los únicos con los que ha cruzado alguna palabra; lástima que no le interesen los temas que sacan: chicas, deportes y bromear con su sobrepeso. Él intenta hablar sobre la película utilizando algún dato curioso recogido directamente de los cómics que le regaló su padre, pero le ignoran.

Spider-Man a través de toda una vida Cuando ve a su madre en la entrada del instituto no sabe cómo sentirse. No está nervioso, al contrario, pero, de ahora en adelante, cada vez que le pregunten qué tal ha ido el día, no sabrá que responder. Dirá que como siempre, que sin más; la realidad es distinta: se siente solo y ninguneado, no consigue conectar con nadie de su entorno cercano y cada vez está más lejos de su propia familia. Con los años comprendería los mecanismos que utilizan el resto de adolescentes para socializar y los replicaría a la perfección. Hablar de mujeres y no de hombres («no hay que ser maricón»), excepto si es por el fútbol o algún que otro deporte que ellos consideran menor; pero del masculino, el femenino solo se ve «porque están buenas».

No te puede gustar estudiar porque sino eres un rarito más y el patio ya está lleno de ellos. Y, sobre todo, tiene que parecer que no le tienes miedo al grupito que te insulta y te pega en los pasillos, en el patio o en la salida; cualquier lugar parece idóneo para ello.

Esa noche el chico llorará desconsolado porque ha cometido el terrible error de enfrentarse a alguien que le saca tres cabezas y le ha jurado que al día siguiente le va a matar. El chico se lo cree y está tan convencido de que va a ser así que duerme deseando poder envolver en telarañas a ese matón, como lo haría Spider-Man.

Llegan a casa, el chico coge la comida y se va corriendo a su habitación con la voz enfadada de su madre retumbando en el fondo del pasillo. Sintoniza Telecinco; ahora la televisión de tubo es algo mejor, de color gris, más ancha y con muchos más canales, y sonríe al ver cómo una mano despliega un pergamino al son de: “Ay, el oro, la fama ¡el poder!”. Empieza One Piece y todo desaparece al instante, su cabeza se vacía y se pone tan contento que, durante apenas veinte minutos, todo el dolor acumulado de estos años desaparece. Es como cuando juega a la consola: solo está él y la tripulación del Sombrero de Paja. Por desgracia está equivocado, y acabará creyendo que esa es la amistad a la que debe aspirar: una inalcanzable e irreal, una idealizada.

Más tarde se daría cuenta, pero, por ahora, se pasará la tarde jugando con su hermano al Spider-Man 2, balanceándose por los edificios mientras se pelean por el mando y comentan las novedades: al fin la telaraña se pega a las fachadas y no al cielo, los movimientos parecen increíblemente más fluidos que en la anterior entrega, y hay misiones secundarias. Lo mejor, sin duda, es patearse la ciudad de un extremo a otro con una caja de pizza en la mano mientras Spider-Man hace piruetas con sumo cuidado para que no se estropee, o fracasará la misión. Siempre se le estropeaban.

Esa noche llorará menos, pero seguirá haciéndolo con cuidado, en silencio, porque nadie le ha enseñado a exteriorizar sus emociones y cree que así debe hacerse. Íntimo, escondido, privado. Ya no cree que pueda volver a convertirse en el hombre-araña como antes; ahora es mucho más consciente de que su sobrepeso es una barrera infranqueable. Cómo iba a ser el héroe un trozo de grasa inmunda que al balancearse acabaría por romper unas telarañas capaces de soportar toneladas, ¿verdad?

El adulto que se balancea

Spider-Man a través de toda una vida

El niño ahora es adulto. Durante toda su infancia y adolescencia ha deseado crecer y convertirse en uno para alejarse de todas esas personas que se empeñaban en hacerle sufrir. Como si el simple hecho de acumular años fuese idéntico a la experiencia en Final Fantasy, y al cumplir los dieciocho subieses de nivel y todo fuese a cambiar a mejor. No fue así.

Han pasado dieciséis largos años y ha aprendido que los adultos no son más que críos viejos, niños maleducados con la potestad de decir lo que quieran hasta que otro niño viejo les llame la atención para que paren. Está cansado, como toda su generación, de las secuelas que nos han dejado los niños viejos que les precedieron. Les llaman la generación de cristal, pero se equivocan en el motivo: ahora no nos callamos, gritamos tanto que las ventanas desde las que nos miran se hacen añicos, las copas donde beben sus cervezas se esparcen por el suelo y su fragilidad hegemónica no soporta nuestra voz.

Nada ha ido bien, nunca. Este adulto apenas recuerda su infancia y su adolescencia es una nube de dolor y vergüenza que flota pululante por su mente, llena de relámpagos, lluvias y tormentas. Pero entre toda esa maraña de sensaciones y recuerdos difusos existen pequeñas zonas libres de chubascos, donde el viento sopla tranquilo y el cielo deja paso al sol. Allí, donde la depresión, la ansiedad y el estrés han enturbiado su mente, se encuentran el niño y su hermano jugando a la consola en una televisión de culo negro. Al Naruto Shippūden: Ultimate Ninja, a todas las ediciones, que está en japonés, pero no les importa porque tienen tiempo de sobra para probar todas las opciones posibles, hasta que logran encontrar el modo versus, jugar y pasarse así horas frente al televisor.

Los niños sonríen y se asombran; el adulto los echa de menos, desea que esos tiempos vuelvan. Tiempos donde solo importaba pasárselo bien con su hermano.

Solo quiere jugar, distraer su cabeza, disfrutar y sentirse libre.

Llega la quinta generación de Sony, la PlayStation 5, y con la treintena a su espalda vuelve a sentir lo mismo que en esas largas viciadas de niño. Necesita balancearse por Nueva York, subir al Empire State y lanzarse, para que cuando esté a apenas unos centímetros del suelo lanzar las telarañas y, con un vaivén, alcanzar la velocidad de un rayo. Hoy es un miércoles cualquiera de 2022, y mientras corrige este texto las lágrimas caen por sus mejillas, ayudadas del opening de One Piece, que suena de fondo. Se siente agradecido de poder darse cuenta, al fin, de cómo algo tan maravilloso como los videojuegos ha podido acallar su cabeza durante tantísimos momentos. Tiene un problema con ellos, lo sabe, pero es algo que intenta controlar y solucionar.

Hay multitud de videojuegos que le han hecho sentir de esa manera. Como cuando en los Video Games Awards, allá por el 2011, vieron el primer tráiler de The Last of Us; se vinieron tan arriba que gritaron hasta quedar afónicos; o God of War, donde se pasaban el mando a ratos para descargaban su frustración a mamporros; o Destroy All Humans!, el único juego que te permitía tanto lobotomizar a seres humanos como a vacas. La lista es interminable, ese es el encanto de las ficciones: nos permiten viajar a otros lugares. Hacia pequeñas granjas donde cumplir el sueño de nuestro abuelo, viajar por el espacio descubriendo la historia de un pueblo antaño marchito, sobrevivir en un bosque tras un accidente de avión… las posibilidades son infinitas, pero una cosa sí es cierta, y es que Spider-man tendrá un lugar calentito en sus corazones toda la vida.

La telaraña ya no es rígida, se tensa al encontrar una superficie a la que adherirse y Spidi se inclina en esa dirección. ¿Quién lo iba a imaginar hace dieciséis años? Cada traje se ve, y parece, aunque no sea así, sonar y moverse diferente. Peter hace piruetas con cada impulso al balancearse, y la sensación de velocidad y movimiento casi te hacen libre; tanto es así que te cruzas todo el mapa de extremo a extremo por pura diversión.

Spider-Man a través de toda una vida

El niño, ahora adulto, enciende la consola y, en menos de lo que tardan unos fideos chinos en prepararse, está en mitad de Nueva York. La ciudad se abre ante él, lista para dejar que suba a alguno de sus rascacielos y contemplarla ensimismado. Sus calles están llenas de vida, el vaho sale del alcantarillado y la gente, que va de aquí para allá, juega al baloncesto en las canchas o habla por teléfono. Si te ven, se paran para que les saludes. El claxon del tráfico suena de vez en cuando, sobre todo si te paras en mitad de la calle.

Mientras se balancea, un aviso entra por la radio de la policía: es hora de lanzarse a la acción, de ser un héroe. Comunican que una mujer ha sido secuestrada e indican el lugar aproximado; no está lejos. Creen que está encerrada en el maletero de un coche. Así que se deja caer, sintiendo el aire apartándose a su alrededor, y sigue el radar de su traje.

Al cabo de unos segundos la encuentra. La misión ha sido completada, es hora de volver a dar vueltas por la ciudad, de un lado a otro, recogiendo palomas y limpiando la polución de los barrios neoyorquinos.

Esta última entrega le ha dado lo que muchas compañías buscan con desesperación: le ha hecho sentir lo mismo que cuando lanzó su primera telaraña pegada directamente en el cielo. Ahora puede escoger el traje que quiera y sentirse totalmente libre como en aquella PlayStation 2, aunque su mente esté repasando, constante e incansable, todo aquello que le atormenta.

Este niño viejo lleva disfrutando de los videojuegos y de las películas del hombre-araña desde su infancia y ahora, con el paso de los años, agradece el ser capaz de valorarlo. Este texto pretende ser la prueba de ello y espera que «Spider-Man a través de toda una vida» haya sido de tu agrado, querido lector.

Ahora, pongámonos el traje, subamos a la cima del Empire State y dejémonos caer para balancearnos en el mismo instante en el que el suelo nos quiera abrazar.

 

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