Relatos Solidarios: El comienzo de la pesadilla y Rumbo a Boston

Relatos Solidarios reabre sus puertas, o mejor dicho, sus páginas. Para abrir año y debido al parón sufrido en la sección, os queremos traer dos relatos, para compensar, enviados por el compañero DarthFrancis.

«Dos relatos: El comienzo de la pesadilla y Rumbo a Boston«
Bienvenidos de nuevo a la sección más literaria y creativa de la página. Y mis disculpas de antemano, ya que en un principio, las vacaciones de la sección sólo iban a ser hasta después de Reyes, pero una vez más, la agenda es imprevisible y me ha obligado a aplazarla unas semanas más. Pero ya está, arreglado y en marcha. 

Para suplir esa falta de relatos durante los días siguientes a Reyes, he decidido publicar dos relatos para hoy en una misma entrada: El comienzo de la pesadilla y Rumbo a Boston. Ambos relatos geniales del amigo DarthFrancis , que por cierto, he perdido la pista de tu cuenta de Twitter, parece que la has eliminado o la han cancelado, por lo que hoy irá el tuit de la entrada sin la mención correspondiente. Dinos algo si se ha modificado o lo que sea, ok.

Bueno. Pues os dejo con los relatos. Hasta el miércoles que viene. Y ya sabéis, si queréis participar sólo tenéis que seguir este enlace >>Relatos Solidarios<<

-El comienzo de la pesadilla-



20 de Octubre de 1998

—Vaya, así que es
usted. —Un hombre que acababa de entrar al bar, de aspecto extraño y con una
gabardina empapada, se acercó a mi mesa. Su barba sin afeitar denotaba dejadez.
Un cigarro casi consumido le colgaba de una de las comisuras de su boca.
Levanté el vaso y sorbí de mi cerveza. —Se oyen historias sobre usted, amigo.
Historias extrañas, inverosímiles, que nadie cree. Yo dudo de ellas —sentenció.
Pidió un whisky al camarero, lo cogió y se sentó frente a mí. A continuación,
sacó una libreta de cuadros y un pequeño bolígrafo—. Dígame, ¿me contaría la
verdad?
 —Si no crees
mis historias, ¿para qué quieres saberlas? —pregunté irritado—. Es absurdo.
—Bebí otro trago. Lo miré y le sonreí—. Muy absurdo.
—Siento curiosidad.
Quiero saber qué es lo que pasó en aquella ciudad. Desde el principio.
Agarró con firmeza su
pluma, esperando ansioso a que mis labios comenzaran a moverse.
No tenía ganas de
hablar, por lo que bebí otro sorbo de mi vaso y lo dejé en la mesa, con un
golpe seco. Jugué con él durante unos segundos.
El bar estaba vacío a
excepción de un hombre de espesa barba que tragaba un líquido marrón oscuro de
un pequeño vaso ovalado. Miré por los ventanales que daban a la extensa calle.
La noche estaba cerrada y la lluvia empañaba la cristalera exterior. Volví a
mirar a aquel tipo, cuyos ojos se mantenían fijos en mí.
—Guarda la libreta
—le ordené.
—¿Por qué? —preguntó
extrañado.
—No quiero que nada
de lo que diga se malinterprete, ni quede registrado. No se lo he contado a nadie
y tu pinta de periodista barato no me gusta.
—No soy periodista
—se explicó—. Además, ¿quién no te dice que lo que oiga esta noche no sea
sacado en los medios? —dijo con tono amenazante.
—No te conviene,
créeme.
Lo miré con
violencia. Eso lo puso nervioso, tanto, que empezó a temblar. Me había vuelto
alguien muy buscado y eso había forjado leyendas sobre mi forma de ser.
Muchos creían saber cómo era y lo que hacía con quienes no respetaban mis
ideales. No todo era cierto, aunque me servía para alejar a sanguijuelas
chupadoras de información.
El hombre asintió.
Cerró la libreta y la guardó en el bolsillo de su gabardina. Dejó la mano en él
durante un instante, rebuscando. Luego la sacó y colocó ambas sobre la mesa.
—Cuando quiera.
Me quité el pelo de
la frente y suspiré.
—Era mi primer día.
Iba camino de la ciudad en un Jeep que me había prestado un buen amigo mío.
Estaba nervioso… Ya sabe… tu primer día de trabajo. —El hombre volvió a
asentir—. Aún recuerdo la canción que escuchaba en la radio: Highway to hell…
¿Qué irónico, no cree? Me extrañó no cruzarme con nadie por la carretera de acceso,
pero a esas horas de la madrugada…
—¿No sospechó nada?
Lo miré de arriba
abajo, con incredulidad.
—¿Cree que si hubiese
sospechado algo habría llegado hasta allí? —pregunté con sarcasmo—. No, no lo
sabía. El aire era fresco —dije cambiando de tema—, pero un extraño olor se
alzaba sobre él. Un olor amargo, dulzón, como el de la carne cuando está en
descomposición. A los pocos minutos de llegar a la avenida principal tuve que
detener en seco el vehículo. —El oyente prestaba atención, con los ojos muy
abiertos y con el oído afinado—. Había alguien tirado en la calle. Apagué el
motor y me bajé. El silencio era aterrador, no parecía una ciudad dormida…
parecía, más bien, una ciudad muerta. Aquel cuerpo estaba destrozado,
desmembrado y desprendía un olor a carne pútrida. Eso era imposible, pensé.
—¿Por qué?
—Porque la carne no
adquiere ese olor hasta muchas horas después de la muerte. ¿Nadie había
socorrido a esa persona? ¿Nadie había llamado a los servicios de urgencias?
¿Cuánto tiempo llevaba allí? Todas esas preguntas rondaron por mi cabeza en ese
momento.
—¿Y qué hizo?
—Lo inspeccioné un
instante hasta que…
—¿Sí? —preguntó
extrañado.
Un escalofrío me
recorrió el cuerpo al recordarlo.
—Hasta que un grupo
de personas se acercaron a mí, gimiendo y alzando sus brazos. No entendía qué
estaba pasando en ese lugar. Sin previo aviso, el cadáver que estaba en el
suelo se aferró a mi bota e intentó morderme. Su cara me aterró. Saqué mi
pistola y le disparé a la cabeza. No lo pensé. Era mi primer día, me sobresalté
y no pensé en nada más. Antes de poder concienciarme de lo que había hecho, las
otras personas, por llamarlas de algún modo, intentaron agarrarme. Todas
estaban ensangrentadas, con los ojos en blanco y con la boca entreabierta.
Reculé unos metros y comencé a dispararles en el pecho. ¡Y no morían! Caían al
suelo y volvían a levantarse. Me estaba quedando sin balas y esas cosas
parecían inmunes a ellas. Entre el miedo y la confusión, seguí disparando mientras
caminaba hacia un callejón.
—Entonces les
disparó. Disparó a personas.
—No eran personas…
—Me ha dicho que
entró en un callejón. ¿Fue ahí donde la encontró?
—Sí, salió corriendo
de una especie de bar perseguida por esas… cosas.
—¿Y qué pasó luego?
—preguntó con ansia, deseando más información. Me tomé lo que quedaba en el
vaso y me levanté. Dejé un billete en la barra y me dirigí hacia la puerta sin
decir nada más—. ¿Adónde va? —preguntó extrañado.
—Le dije que no me
gustaba que nadie hiciera un registro o tergiversara mi historia. Y quizá,
usted lo haga cuando recopile lo que ha estado grabando con el aparato que
lleva en la gabardina —le sonreí—. Lo que ocurrió luego es algo que solo ella y
yo sabemos de verdad. Y esa verdad la utilizaremos contra la que causó todo el
desastre. Nada nos va a detener. Hágaselo saber a ellos.
—Pero…
—¡Ey! —dije llamando
la atención del camarero—. Ponga su copa a mi cuenta.
—¿Su nombre?
—preguntó él, cogiendo una pequeña hoja arrugada.
—Leon. Leon S.
Kennedy.

Por DarthFrancis

————————————–

Tal y como os adelantaba al principio de la entrada, hoy toca ración doble de relatos. Os dejo con el segundo. 

-Rumbo a Boston-
—Eh, cariño,
despierta, vamos.
La mujer zarandeó a
la joven que dormía en la cama.
—¿Qué pasa, mamá?
—preguntó la niña restregándose los ojos con el dorso de la mano derecha.
—Tenemos que irnos,
vamos —dijo la madre destapándola—. No hay tiempo para explicaciones. Tenemos
que irnos —repitió.
—Pero… mamá…
—¡Levanta de una vez!
—gritó tirando de los brazos de la pequeña.
—¡Mamá, me haces
daño! —Se quejaba la cría de apenas catorce años mientras arrastraba los pies
por el frío parqué—. ¡Me haces daño, mamá!
A través de los
ventanales de la habitación empezó a entrar un olor a quemado; un fuerte humo
negro se elevaba desde algún punto cercano del patio. Desde la lejanía se oían
gritos y sirenas de ambulancias.
—Ponte esto —le decía
la madre mientras la desvestía y le colocaba un pantalón pirata blanco y una
camiseta rosa.
—¿Qué es lo que pasa,
mamá? —La pequeña empezaba a asustarse, pues no entendía nada de lo que estaba
ocurriendo. Veía las mejillas de su madre, humedecidas por las lágrimas— ¿Mamá?
—volvió a preguntar.
La mujer metió varias
prendas en un pequeño macuto y cogió un chaquetón del armario.
—¡Cállate, por favor!
¡Vámonos!
La agarró de la
muñeca y tiró de ella.
Bajaron las escaleras
a trompicones. El olor a quemado era cada vez más fuerte y agobiante. La
pequeña no abrió la boca y se dispuso a observar a su padre, un hombre fuerte y
atlético de pelo negro y algunas canas, que las esperaba al principio de las
escaleras.
—¿Nos vamos?
—preguntó abriendo la puerta y echando un vistazo al exterior. A continuación,
la volvió a cerrar.
La madre asintió.
El padre se acercó a
la niña y se colocó de rodillas. Le acarició el pelo y le dio un beso en la
frente.
—Ahora vamos a salir
de aquí. Quiero que te agarres fuerte a mamá y cierres los ojos, ¿vale, campeona?
—¿Pero…?
—No pasa nada —dijo
para tranquilizarla mientras miraba a través de la ventana del salón. Volvió
sus ojos hacia ella y le sonrió—. No te separes de mamá y todo irá bien, ¿de
acuerdo?
Sin darle tiempo a
contestar, el hombre sacó un revólver del bolsillo y abrió la puerta de nuevo.
La calle estaba
iluminada, demasiado para ser de noche. Había focos de incendios por todo el
lugar, sonidos de disparos y gritos, muchos gritos. Los perros ladraban, los
gatos maullaban… la tranquilidad de la noche había muerto para dejar paso al
caos. Un caos que ella seguía sin comprender.
En ese instante, un
coche de policía se estrelló contra uno de los árboles del patio. La mujer
cogió a la hija en brazos y la apretó contra su pecho.
—¡Cierra los ojos! —Y
salió corriendo de la casa.
—¡No vayas hacia la
autopista! ¡Es imposible cruzarla! —le gritó el vecino de la casa de al lado
desde el piso superior. Sacaba la cabeza a través de los tablones que la
tapiaban y repetía una y otra vez: “—No vayas hacia la autopista”.
—¡Vamos, ya, Tom!
—gritó la mujer desde la parte trasera del vehículo. Amarró el cinturón de
seguridad a la niña y cerró dando un portazo. Luego se sentó de copiloto—.
¡Corre!
Grupos de personas
huían despavoridas calle abajo, perseguidas por otra muchedumbre que parecían como
animales enfurecidos. Algunos se abalanzaron hacia el coche y se subieron al
capó.
—¡Joder!
Tom arrancó y pisó el
acelerador. El coche salió disparado, dejando una huella negra en las baldosas
marrones y despareciendo entre una humareda.
La joven,
desobedeciendo la orden directa de su padre, abrió los ojos sin dilación. Se
apoyó en el marco de la puerta y comenzó a observar el exterior: la gente
corría de un lado para otro; la policía, con muestras de terror en sus caras,
disparaban hacia ellas. ¡Estaban matando a los ciudadanos! Algunos coches que
se estrellaban contra otros mientras su padre los esquivaba como podía. Oía
llamadas de auxilio, bomberos intentando sofocar incendios, helicópteros
sobrevolando las casas y disparando, seres humanos arrollándose para escapar de
lo desconocido… El caos.
—¡Siéntate bien, por
favor! —le gritó la madre mirándola a través del espejo interior.
Pero ella no
escuchaba nada, solo miraba con asombro lo que ocurría al otro lado del
cristal.
El coche se detuvo un
instante y alguien golpeó la ventana con la cabeza. Su cara estaba llena de
heridas y sus ojos, inyectados en sangre, observaban a la chica, que ahora
reculaba aterrada en el asiento. Aquel ser daba puñetazos a la carrocería,
enfurecido, gruñendo. Tom volvió a pisar el acelerador, giró y lo atropelló con
el neumático trasero.
A los pocos minutos
lograron salir del pueblo a través de una pequeña carretera comarcal en la que,
por suerte, no había demasiado tráfico. Comenzaron a dejar atrás los gritos,
las luces, los disparos… las muertes. Evitaban los vehículos, girando y
saliendo a través del arcén y, a veces, incluso cruzando los caminos de tierra
de los laterales.
—La gente intenta
huir a pie —dijo Tom—. Mira, Katy —le dijo a la mujer señalando al exterior—.
Huyen a pie, cargados de bártulos y objetos inservibles.
Pasó un buen rato
hasta que dejaron de ver a los viandantes en la carretera. Todo se tranquilizó,
aunque los padres no dirigieron palabra alguna hacia su hija. Así pasó el
tiempo, los kilómetros, alejándose del que había sido su hogar durante años.
Un fuerte sonido hizo
que Tom pisara el freno con brusquedad. Se oyó un golpe seco y después,
tras una explosión de aire, un traqueteo que hizo que el vehículo quedara
volcado hacia el lado izquierdo.
—¡No, ahora no!
¡Maldición!
—Quédate aquí —le
ordenó Katy a la hija—. Tápate con esto y no te muevas hasta que no entremos de
nuevo en el coche.
Luego, salió.
La niña se mantuvo en
silencio todo el rato, escuchando a los padres quejarse y hablar sobre el
pinchazo del neumático. Un disparo la alertó. Después, unos gritos y un sonido
desgarrador que acompañaron otros disparos. Los padres gritaban, alzaban la voz
entre gruñidos. A continuación, otra serie de disparos y luego más quejidos,
más gritos.
—¡No salgas… no…
salgas…!
Y luego, silencio. Un
silencio ahogado por el sonido de las mordeduras, de la carne arrancada, de
aquella que se desgaja del hueso.
La cría temblaba.
Quería ver qué es lo que había pasado, pero no se atrevió a destaparse. Ahora
se cubría todo el cuerpo, tiritando, tapándose la boca mientras lloraba
desconsolada para evitar que eso que estaba fuera la oyera. Estaba muerta de
miedo, casi agonizando por ver llegar el momento en el que le quitaran la manta
de encima y la agarraran alguna de esas personas de ojos rojos y boca
ensangrentada.
Al cabo de un rato,
todo quedó en calma. Pudo escuchar como los pasos se alejaban, como los
matorrales se estremecían y los gruñidos cesaban. Pero ella no se atrevió a
moverse, se quedó inmóvil, llorando, temblando como un cachorro. Quiso llamar a
sus padres, pero tenía miedo de que volvieran a por ella. Así estuvo durante un
buen rato: llorando, con la mudez que le producía el temor. Comenzó a cerrar
los ojos, a relajarse, a sosegarse, tanto, que cayó rendida ante el cansancio.
Cuando despertó, ya
era de día. La manta se había desplazado un poco y le permitió ver el sol
despuntando en el horizonte. Con rapidez se destapó y miró por la ventanilla.
Un golpe en la
carrocería hizo que se sobresaltara. Se limpió los ojos y observó a dos
personas que la miraban con detenimiento a través de la luna trasera. Eran dos
hombres de aspecto afable y armados con escopetas. Uno llevaba una enorme barba
blanca y una gorra de béisbol. El otro, más delgado y aniñado, llevaba una
mochila azul colgada por delante. Este apuntó hacia la chica, pero el otro
apoyó la mano en el cañón y lo obligó a bajar el arma. Se acercó a la puerta y
la abrió.
—¿Qué haces aquí,
sola? —preguntó muy serio. Ella no dijo nada. Estaba asustada. No se fiaba de
nadie, no confiaba en ninguna persona tras aquellos extraños sucesos—. No voy a
hacerte daño, cariño —dijo con ternura.
—Papá… Mamá… —dijo la
pequeña entre balbuceos.
El hombre miró hacia
el suelo y vio restos de sangre y vísceras. Luego volvió a mirar a la cría y
entendió todo lo ocurrido.
—Ven —dijo
tendiéndole la mano—. No te haré daño, te lo prometo.
—Papá… Mamá… Ellos se
los llevaron… —dijo entre lágrimas.
—No puedes quedarte
aquí, cielo. Tienes que venir con nosotros. Vamos, sal.
La pequeña se quitó
el cinturón y se arrastró con lentitud a través del blanco asiento de piel. El
hombre la ayudó a salir del coche y luego, metiendo medio cuerpo en el mismo,
sacó un macuto rosa.
—Papá…
—Esto es tuyo,
¿verdad? —preguntó, para que la pequeña se entretuviese con él.
—Sí… — asintió.
Ojeaba en derredor,
pero el hombre intentaba tapar todo rastro de lo que había pasado allí. Él
sabía que los restos que yacían en la carretera era lo que quedaba de sus
padres.
—Tienes que venir con
nosotros, ¿de acuerdo? Nos reuniremos con más personas en un refugio. Seguro
que tus padres están allí. Ya verás —mintió. 
El chico joven se
acercó y observó los restos del pavimento.
—Debemos irnos,
Frank.
—Sí, debemos irnos.
—Se puso de cuclillas y le limpió las lágrimas que aún brotaban de sus ojos—.
Dime, preciosa, ¿cómo te llamas?
La niña dudó unos
instantes, luego lo miró con desconfianza y contestó.
—Me llamo Tess.
—Bueno, Tess, es hora
de ponerse en camino y buscar a tus padres—. Se levantó y estiró las piernas—.
Esto es horrible… —le susurró a su compañero—. ¿Qué demonios le está pasando al
mundo? Vamos, hay que ponerse en camino. No quiero que nos coja la noche por
estos senderos.

Y, cogiendo a la niña en brazos, comenzaron a caminar rumbo al norte

Por DarthFrancis
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