Relatos Solidarios: Bienvenidos…

Bienvenidos... título del nuevo relato que se une al proyecto más solidario de nuestra página. Cerramos la temporada 2017 y esperamos vuestros relatos en 2018

"Bienvenido..."
Así es, como bien reza el encabezado de la entrada: "Bienvenidos...". Título del relato que nos envía nuestro compañero DarthFrancis. Bienvenidos y hasta pronto en lo que respecta a la sección de Relatos Solidarios. Nos acercamos a temporada navideña. Fechas en las que el tiempo hay que dedicarlo a la familia y amigos (o mejor dicho, a comer hasta reventar y beber como si no hubiera un Dios). Yo a vosotros, queridos lectores, os considero como mi pequeña familia de amigos...pero la resaca y los empachos no me van a dejar sentarme en el Pc para juntar unas cuantas letras. Los artículos pueden ir llegando a la página, nada prometo, pero lo que no voy a poder hacer es acercarme puntual cada miércoles para publicar relato. De modo que esta sección se toma unas vacaciones hasta el nuevo año 2018. 
Tiempo que podéis aprovechar para enviarnos vuestros relatos a: 
redaccionog@gmail.com
En esta ocasión, como ha ocurrido en un par de relatos, si la memoria no me falla, la solución para saber en qué juego está basada la historia se desvelará al final, pero formando parte de la propia historia, ya que así lo necesita el argumento del relato. Os dejo con el buen hacer del compañero DarthFrancis

-Bienvenidos...-

La carretera se
extendía ante mí, un pequeño carril para cada sentido lleno de baches y
gravilla, con las líneas amarillas desgastadas por el uso. A ambos lados no
había nada más que frondosa vegetación, árboles que se cernían sobre el
vehículo como si quisieran devorarlo, asediarlo. Un precipicio de varios
metros, que me obligaba a conducir por mitad del asfalto, estrechaba la
carretera en algunos tramos.

Era de día, aunque
una densa neblina había aparecido hacía unos minutos cubriendo todo el lugar
con un blanco mortecino. Abrí la ventanilla, pues el calor era sofocante. La
radio estaba puesta, aunque mi cerebro estaba atento a los recuerdos, a otros
asuntos. Así transcurría el tiempo, conduciendo, dejando atrás mi vida, mi
tristeza, mi dolor; serpenteando por la calzada, cambiando el horizonte, mi
alrededor.

Viajaba a poca
velocidad, pensando en mi pasado, aquel que intentaba perder de vista. Tomé una
curva cerrada a la izquierda y, tras el rechinar de los neumáticos, oí algo que
viajaba a través del viento. Como la carretera estaba desierta –y nadie más se
había cruzado conmigo–, decidí parar en el arcén para escuchar con más
detenimiento.

De nuevo lo oí. Parecía
un gemido, lejano, difuso. Pulsé el botón de las luces de emergencia y apagué
el motor. Abrí la puerta y la cerré con cuidado.

—Espero que no venga
ningún conductor distraído y me golpee —pensé preocupada.
El gemido pareció
aumentar, pues ahora lo escuchaba con más nitidez.

Al otro lado del
coche, tras la valla quitamiedos, un pequeño sendero de tierra zigzagueaba por
entre la maleza. Al acercarme al borde del pavimento, y aunque la niebla era
tan espesa que no me dejaba ver nada más allá de unos pocos metros, pude
observar que descendía con la pendiente. Todo estaba en calma ahora, como si mi
presencia hubiese acallado el soplido de Bóreas.

Miré hacia ambos
lados para asegurarme de que no venía nadie y decidí caminar unos pasos. Mis
oídos oyeron en ese instante, sin ninguna duda, el grito desgarrador de un
niño. Me coloqué las manos en la boca para aumentar el tono de voz y pregunté
que si necesitaban ayuda. Nadie contestó. Solo se oía un grito, un llanto.

Decidí acceder a más
profundidad, evitando las zarzas y las ramas de los árboles que me arañaban los
brazos y la cara. Por cada paso que daba, el lamento se hacía más fuerte, más persistente.
Estaba segura: era la voz de un niño. Aligeré el paso, descendiendo por el
camino de barro, tropezando y apoyándome en los gruesos troncos de los árboles.
Estaba nerviosa, pues poco podía fiarme de mis ojos, aquellos que no alcanzaban
a visualizar nada más que unos pocos centímetros frente a mí.

—¡Sálvame! —escuché.
Ya no había duda,
aquella era la voz de un niño que pedía auxilio. Gritos que se entremezclaban
con chapoteos.
—¡Ya voy! —grité casi
sin aliento.

Ya no apartaba las
ramas, solo corría a tientas, cortándome los brazos desnudos y las mejillas. La
humedad me calaba, estaba muy fatigaba y mis piernas estaban salpicadas con
gruesas gotas de barro. La vegetación parecía ahogarme, ahorcarme con manos
ásperas y secas.
Llegué a una zona en
la que el camino se abría como un delta, donde la neblina parecía ser más
débil. Era un lago que se extendía varios kilómetros, cuya agua reposaba como
un plateado trozo de metal líquido. Agucé la vista y logré ver una figura a lo
lejos, a unos cien metros de mi posición, que se agitaba y levantaba los brazos
en señal de auxilio.

—¡Ya voy! —repetí.

Me acerqué a un
pequeño embarcadero de madera donde yacía, movido por las olas, un diminuto
bote con dos remos. Corrí hasta él, desanudé la soga que lo ataba y me senté en
el frío y desgastado asiento. Remaba con ahínco, pero tenía la sensación de que
las aguas me expulsaban hacia la orilla, como si algo no quisiera que llegase
hasta él.

—¡Sálvame! —volví a
escuchar.
—¡Ya voy!

Era como un disco
rayado. Mi mente era incapaz de mediar palabra, solo quería que mis brazos
fueran capaces de mover el agua con las dos palas de madera que las manos
sujetaban con fuerza.
No lograba avanzar en
las tranquilas aguas y el bote solo daba vueltas sobre sí mismo. Salté al agua y
empecé a nadar en dirección al chico. Mi cuerpo estaba agotado por el esfuerzo
y la tensión, pero no podía dejar de nadar. Seguía oyendo los gritos:
“¡Sálvame!”.
En unos pocos minutos
llegué hasta él. Se encontraba de espaldas. Lo agarré por la camiseta y le di
la vuelta.

—¿Por qué no me
salvas? —preguntó mirándome con los ojos inyectados en sangre.
Observé su cara y, en
ese instante, me quedé sin aliento.
—¿Ke… Kevin?
—pregunté entre lágrimas.
—¿Por qué, mamá?

El cuerpo estalló en
una nube roja, un vaho que se estremeció durante unos segundos sobre la
superficie del lago y que se desvaneció con rapidez.
Seguía sin poder
aceptar lo que acababa de ver.

—¿Kevin? —volví a
preguntar, incrédula.
Estuve cerca de diez
minutos allí, flotando como un corcho, buscando en derredor, hasta que el frío
hizo que comenzara a nadar de nuevo hacia la orilla. Una vez allí, me arrastré
de rodillas unos metros y observé de nuevo el lugar desde donde llegué a nado:
nada había ahora, solo aguas tranquilas y susurrantes. Las lágrimas recorrían
mis mejillas, provocando que me ardieran a causa de las pequeñas heridas. No
podía creer lo que estaba sucediendo, lo que mi mente me había hecho creer ver.

—Déjalo atrás… Por favor…
Aquella visión
nublaba mi juicio, oprimía mi pecho como si una maza de doscientos kilos
reposara sobre él.
Me levanté
tambaleándome y me dirigí de nuevo al coche. Me apoyé en el capó, intentando
diferenciar la realidad de ese sueño; saber qué había sido verdad y qué no.
Caminé despacio hasta la puerta, entré y me senté. Alcé las manos y apreté el
volante con fuerza.

—Déjalo atrás, Joane…
—me dije a mí misma. Moví la llave para arrancar el motor, pero no respondía.
Era como si la batería hubiese muerto. Lo intenté un par de veces más, pero no
conseguí nada—. ¡Joder! —grité enfurecida.

Salí del vehículo y
le di una patada a la puerta. Abrí el capó y eché una rápida ojeada al
interior: todo estaba en orden. Lo cerré de un portazo.

Recordaba haber visto
una gasolinera unos kilómetros atrás, por lo que decidí ir a buscarla o, como
segunda opción, intentar encontrar un teléfono que me permitiera llamar a una
grúa.
Estaba empapada,
llena de magulladuras, con las manos y las piernas doloridas. La niebla se había
hecho más espesa y empezaba a tener frío. Era una sensación extraña, pues el
viento traía consigo una calidez apacible, seca, como cuando te encuentras
frente a un incendio.
Seguí caminando unos
metros hasta que me topé con un enorme hueco que me impedía el paso.

—¿Pero qué coño es
esto? —pregunté asustada.
Era un enorme agujero
negro del que provenía un extraño sonido, un murmullo y un olor a madera
quemada, a brasas. Acompañé el borde hasta sus dos extremos, pero parecía no
tener fin, era como si alguien hubiese cortado el mapa con unas tijeras. No
podía cruzar, pues la distancia era demasiado grande como para saltar al otro
lado. El corazón me empezó a latir con fuerza. No entendía qué diablos estaba
pasando allí.

En ese instante noté
algo, un fuerte ruido proveniente del coche. Corría hasta él para observar que
la radio se había encendido sola y emitía un ruido desagradable, como un
rechinar, como una frecuencia llena de interferencias. Algo tocó mi nariz, una
brizna gris. Me rasqué con los dedos y los restregué. Era ceniza, una nevada de
ceniza que comenzaba a caer lenta y copiosamente.
El temor me ahogaba y
la angustia gobernaba mi mente. Una mente asustada, que no comprendía, que no
entendía qué estaba pasando.

Decidí tomar la
dirección opuesta al enorme agujero para ver si podía continuar. Tras caminar
unos minutos, apareció frente a mí, como de la nada, un cartel. Anduve unos
pasos hasta ponerme frente a él. Se trataba de un enorme panel verde con letras
amarillas, donde, a pesar de la niebla, podía leerse con claridad: “Bienvenido
a Silent Hill”.

Por DarthFrancis
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